“Defendí el derecho a ser yo mismo y lo logré. Creo en mí”

Loquillo, Creo en mí

 

En la antigua Roma se consideraba que los ingenieros debían pasar un tiempo bajo el puente que acaban de construir.

Leí que el presidente y director ejecutivo de Pfizer vendió más de la mitad de las acciones que poseía de esta farmacéutica con su mayor subida en bolsa al anunciar los resultados positivos de la vacuna frente a la COVID-19.

Se puso el grito en el cielo. Entiendo la indignación, aunque no la sorpresa, ya que quizás nos encontremos en la época de mayor decadencia para recompensar a quienes realmente se exponen y afrontan riesgos para labrarse su destino. A esa conclusión llega el ensayista e investigador Nassim Taleb, en su libro Jugarse la piel (Skin in the game) donde explica la deriva actual sosteniendo que el contacto con el mundo real tiene lugar cuando uno se juega la piel, exponiéndose al mundo y pagando un precio por las consecuencias de sus actos, sean buenos o malos.

Volvamos al caso Pfizer, si este supuesto significara un hecho aislado se podría acusar a su presidente de inoportuno o torpe, pero es que la vicepresidenta ejecutiva de la misma compañía vendió a la vez que su compañero una importante suma de sus acciones. Y además, hemos comprobado que este actuar no es exclusivo de esta corporación sino que los ejecutivos de otras como Moderna y Novavax se han desprendido de grandes cantidades de acciones después de prometedoras noticias sobre sus propias vacunas contra el coronavirus.

Parece ser que así funciona este juego, cuando tu propia compañía está subiendo lo mejor es vender una parte porque consideras que podrá caer en el futuro. De acuerdo, solo que el mensaje que se lanza al mundo con estas operaciones es: mis resultados son buenos pero ustedes me sobrevaloran, por eso mi bote salvavidas es el primero que está preparado para cuando se hunda el barco.

Se defienden con que no están haciendo uso de información privilegiada para lucrarse, ni vulneran las reglas del juego de los mercados,. Simplemente, establecen una especie de tope y si se alcanza, entonces pueden vender. ¿Podríamos imaginar a Rafa Nadal apostando contra sí mismo cuando llega a la final de un Grand Slam?

Ya vemos que el problema no es legal, tan solo es que nos encontramos en una sociedad que cuenta con un sistema de recompensas totalmente podrido. Luego nos extrañamos por la polarización de la sociedad o las teorías de conspiración. Y es que a estos movimientos se lo están dejando sencillo. Pensemos en lo fácil que lo tendría para captar adeptos el movimiento antivacunas con lo expuesto anteriormente. Es decir, los mandamases de las farmacéuticas hacen anuncios esperanzadores sobre sus vacunas para que sus compañías se revaloricen y aprovechen para vender al alza. Cuando estas vacunas resulten dañinas o ineficaces, sus empresas caerán pero sus directivos se irán de rositas y con una gran fortuna en sus bolsillos. Con este escenario ¿Cómo los gobiernos pueden obligar a vacunarse? Si ni sus creadores –que no responsables- confían plenamente en las vacunas.

En este contexto ¿Quién realmente está dispuesto a jugarse la piel cuando el sistema remunera a aquel que menos se expone? Lo terrible de la situación es que, al menos en los casos descritos, los dirigentes asumen algo de riesgo al vender o comprar en determinados momentos de incertidumbre y han llevado a sus compañías, si no a la final, al menos a pasar varias rondas. Más trágicas son las crónicas de las que hemos sido testigos en las que cargos públicos, con sus decisiones, han hundido corporaciones que para colmo se saldan con indemnizaciones millonarias a su favor. Es decir, no solo tienen cubiertas las espaldas sino que incluso se les recompensa económicamente su mal trabajo. Todavía se puede encrudecer más la narrativa si hablamos de políticos con pensiones vitalicias o cuantiosas indemnizaciones que no tiene más justificación que el haber accedido a ese puesto con independencia de cómo se actúe (puertas giratorias a parte). Por no mencionar la cultura sobre recompensas que tendrán las generaciones venideras si se acostumbran a pasar cursos con suspensos.

Por suerte, aún quedan profesiones cuyos protagonistas asumen que deben pagar un precio para conseguir sus objetivos. Están dispuestos a jugársela por algo en lo que creen, sin conocer de antemano el resultado. Así, escuchaba la entrevista de Javier Aznar al escritor Miguel Ángel Hernández en la que este relataba que escribir la novela El dolor de los demás, le impide volver a determinados lugares de su infancia por el temor a encontrarse a familiares de personas sobre los que basa su libro. Y aunque pueda sonar intrascendente, ese compromiso de un autor con su obra es algo de lo que estos tiempos adolece.

Regresando a Taleb, no sin razón, afirma: “Actualmente, la burocracia es una estructura mediante la cual una persona es convenientemente separada de las consecuencias de sus actos”. Lo dicho, se ha burocratizado nuestra sociedad.

Aunque pueda parecer que mi posición con este texto sea la de un quejica llorón, no es eso lo que pretendía. Lo que ocurre es que por culpa de mi amigo Alberto Ferreiro me he visto obligado a leer El poder del Ahora de Eckart Tolle, y si algo me ha enseñado este libro es que “quejarse es siempre falta de aceptación de lo que es. Cuando se queja, se convierte en una víctima. Cuando se explica, está en posesión de su poder”. Dicho lo cual, me voy a abrir mi despacho.

Qué lejos quedó Roma…

Juan Carlos Jiménez Aznar

Abogado en Servicio Legales PG

juancarlos@servicioslegalespg.com